Ritos de iniciación

Ritos de iniciación

Si hay algo que nunca quisiera volver a ser en mi vida eso es: adolescente. No hay peor edad. En ella, aparte de los consabidos cambios hormonales que sufres (literalmente), aumenta de manera ostensible tu ego y por ende tu inseguridad.

No has dejado de ser dependiente pero crees merecerlo todo, fanfarroneas a la menor provocación, simplificas y generalizas sin medida, tienes «sueños» y aspiraciones sin asiento en la realidad, te deprimes, te enojas, no te permites el dudar y andas a la caza de certidumbres totales. Te vuelves un pobre dictadorzuelo.

Lo único rescatable es el sexo y eso por su condición novedosa, aparte de que como dice el abuelo de Little Miss Sunshine, es la única edad en que puedes hacerlo con hermosas mujercitas de piel suave sin correr el riesgo de que te metan a la cárcel.

Alguna vez oí el razonamiento de que el fenómeno de la adolescencia es esencialmente contemporáneo, vamos, que en otros tiempos, el paso de la infancia a la adultez se daba de una manera más abrupta, frecuentemente a través de los ritos de paso o iniciación, un ejemplo de esto es el Benei Mitzvah judío.

Celebrado a los 12 años en el caso de las niñas y a los 13 años en el de los niños, este señala el inicio de la etapa en que a ambos se les puede considerar como seres total y absolutamente responsables de sus actos.

Por supuesto que hoy día este ritual es más simbólico que real, pero su existencia algo nos deja ver de aquellas épocas en que no había espacio para adolecer, palabra que curiosamente se asemeja mucho a adolescente, aunque no tiene la misma raíz.

A propósito, recuerdo la vez en que mi abuelo tuvo a bien someterme a su particular rito de iniciación a la vida adulta, tendría yo unos 11 años aproximadamente, cuando una de sus yeguas se disponía a alumbrar un potrillo.

En estos menesteres, luego de que el animal esta en pleno trabajo de parto, alguien tiene que meter la mano en su útero para ver si la cría esta bien acomodada. Ese día, varios de los nietos estábamos de mirones y en cierto momento el viejo gritó:

¡A la chingada todos, se me van, esto no es pa’ chamaquitos, dejen a los hombres trabajar!

Entonces cuando yo me retiraba me alcanzó y me dijo:

Ven, vas ayudar, dime si viene de culo o de frente, mete la mano ahí abajo, hasta adentro.

Y ahí estaba yo, con la gran duda dibujada en el ceño viendo los pliegues carnosos de la bestia, quien, luego de que yo pude sobreponerme y simular una valiente indiferencia, se dejó hacer sin más. Años más tarde, cuando vi el miembro erecto de un caballo haciendo su labor, supe porqué la muy ufana ni siquiera me dio las gracias.

Pero bueno, el caso es que lo hice y aún no se bien cómo, percibí que el bicho venía de cabeza, cosa que le hice saber al viejo, quien se limitó a asentir y palmearme la espalda. Entonces la yegua se puso a dar de vueltas, cabalgando por el corral, hasta que logró expulsar al engendro.

Recuerdo que en ese momento me pareció que parir era muy similar al hecho de cagar un gran mojón. Un enorme mojón húmedo y baboso cuya forma se te hace familiar. Fue toda una experiencia, los siguientes días me dio asco la carne cruda y tuve sueños rarísimos.

Claro está que después de todo ello no me hice «hombre», puesto que pasé todavía por todas las agrias situaciones que describí al inicio de esta nota. Sin embargo a la distancia veo que mi abuelo quiso mostrarme, muy a su manera, de qué diablos iba este asunto que llamamos vida, cosa que siempre será de agradecerse.


Publicado en Tres Tristes Moscas el 29 de septiembre de 2010.

Author

Romeo LopCam

Posted on

2010-09-29

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